No sólo es oscuridad y miedo. Para algunos, la noche también es peligro. Pareciera que la muerte se sintiera a sus anchas, más que a la luz del sol, y saliera a hacer de las suyas con absoluta libertad. Así lo sintió Pablo* un taxista de Bogotá, cuando una noche del 2005, durante un asalto, le dieron un disparo.
Pablo es un hombre menudo, bajito, con un bigote de mariachi y una calva lisa que lleva con dignidad porque ya no tiene opciones y “no le sale un pelo en la cabeza hace muchos años”. Con las palabras precisas, durante un trancón por la Av. Ciudad de Cali, en Bogotá, cuenta la historia del atraco del que casi sale muerto.
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A pesar de la experiencia, no ha dejado de trabajar en las noches. Dice que le va mejor y que ya está acostumbrado. Ahora, sin embargo, está más atento de a quién recoge, cómo se ve, en qué parte de la ciudad está, quién lo acompaña. No es amigo de decir “para allá no voy”, pero si el destino es un “barrio caliente”, por seguridad y por miedo prefiere negarse.
La noche fatídica
Se despidió de su mujer como siempre, sin pensar que esa podría ser la última noche de su vida. Antes de las 9 de la noche ya estaba en su “amarillo” andando por la Avenida Boyacá. Sonaba la emisora de noticias en el radio. El tráfico fluía. Parecía una noche normal. Había hecho un par de carreras en el sector.
A eso de las 11 de la noche, cerca del puente de la Boyacá con 1 de Mayo, Pablo recogió a un hombre. Se veía como un tipo normal: bien vestido, hasta elegante incluso, solo, en una zona relativamente tranquila. Pidió con amabilidad que lo llevara hasta Castilla.
Al principio el tipo se notaba nervioso. Miraba todo el tiempo por la ventana. Tamborileaba insistentemente con sus dedos. De pronto, cuando el taxi iba por una calle oscura y casi desierta, el hombre se acomodó y apretó un arma contra las costillas de Pablo. “Maneje normal –dijo–, y páseme el producido con cuidadito”.
Pablo miró los ojos del ladrón a través del retrovisor. Se quedó frío, quieto por un rato. El cañón del arma se le hundió aún más entre la carne. A toda prisa movió sus ojos por la calle a ver si encontraba quién pudiera ayudarlo. “Tranquilo, hermano”, le dijo al asaltante.
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Un par de luces se vieron en la distancia. Avanzaban despacio por la calle. El ladrón insistía, molesto. Debajo de la silla del conductor Pablo tenía una varilla. Tenía una mano en el volante y la otro moviéndose despacio hacia su única posibilidad de salvación. “Apreté la varilla muy duro –dijo–, y la fui sacando de debajo de la silla despacito”.
Todo pasó en segundos. Pablo se agarró con fuerza a la varilla –y a la vida–, y dio un ‘cabrillaso’. Como pudo le atestó un golpe al ladrón en un brazo.
El tiro sonó seco, rápido. Pablo se detuvo en una orilla. El ladrón abrió la puerta y salió a correr. El otro carro que venía también un taxi se detuvo de inmediato. El conductor se acercó y preguntó qué había pasado. Pablo no salía del shock. Sintió que le escurría un hilo de sangre tibia por la pierna derecha.
El tiro había rozado el muslo de su pierna derecha.
El ladrón había salido a correr como alma en pena. El otro conductor, luego de verificar el estado de Pablo, llamó por el radio teléfono a sus colegas. Y empezó la persecución. Con una bayetilla, y por puro instinto, Pablo se hizo un torniquete. Poco a poco el dolor lo iba llenando.
La persecución
La herida no parecía grave. Sin embargo salía mucha sangre. Mientras esperaban la ambulancia, el colega del otro “amarillo”, coordinaba la búsqueda del culpable con precisión de controlador aéreo. El hombre es así; lleva esta ropa, cogió por esta calle.
Antes que la ambulancia llegaron otros taxistas. Usando un código numérico indescifrable para cualquier mortal, los chóferes coordinaban un operativo de película. Cientos se habían unido voluntariamente a la cacería.
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Pablo no supo con exactitud cuánto demoró la ambulancia. No se sentía mal, sólo le dolía un poco la herida. Cuando lo subieron y se disponía a arrancar para el hospital de Kennedy, el compañero que lo había ayudado se le acercó y con una sonrisa de oreja a oreja dijo “lo cogimos compañero”.
La ambulancia arrancó a toda prisa. Pablo nunca supo qué pasó con el ladrón. Después intentó averiguar algo con sus compañeros pero nadie sabía. Los taxistas son un gremio solidario: En esa clase de cosas, tantos se unen, que es muy complicado saber con claridad quiénes ayudaron a Pablo. Además son más de 400 mil taxistas en Bogotá. Pablo cree que si de veras lo agarraron, le dieron una pela que no se le olvidara nunca, y luego entregaron lo que quedó de él a la policía.
*Nombre cambiado por solicitud de la fuente.