Crónica de viajes por el mundo desde la cama

Vie, 02/08/2013 - 01:03
Mi recorrido sexual comenzó tímidamente. Tenía una tara en la cabeza, tatuada en el alma como se marca al ganado. Un accidente en mi niñez me hizo creer, sin tenerlo tan claro ni consciente: no po
Mi recorrido sexual comenzó tímidamente. Tenía una tara en la cabeza, tatuada en el alma como se marca al ganado. Un accidente en mi niñez me hizo creer, sin tenerlo tan claro ni consciente: no podía ser penetrada. Me dediqué a los besos con lengua, nunca he sido fan de los picos. Los primeros fueron uruguayos, la gran mayoría de Montevideo y unos pocos del interior del país. Maestros. Calenturas. Decreto los besos uruguayos de los mejores que ofrece el planeta. Perdí la virginidad a los 21 años con un bogotano, el hijo de un Coronel que tenía una hija a la que no conocía. La única razón por la que lo recuerdo es porque fue el primero. Y aunque tibio, sin sazón e indoloro, el primero no se olvida. Me dejó desilusionada. El sexo no había resultado como lo que había visto en las películas. Pasarían casi diez años antes de que comenzara a conocerme a mí misma y a entender qué me gusta y qué no.  En el proceso recorrí el mundo. El trabajo me llevó a la cama de un agente especial de la DEA, un vietnamita bajito y flaquito a quien le decían Big Boy. Me invitó a comer a un restaurante en un centro comercial de Coconut Grove, en Miami. Comí poquito para disimular mi gordura, y luego de 4 copas de vino subí a su súper camioneta, camino a su apartamento en Miami Beach. Nunca me he hecho la difícil. Es un idioma que no comprendo. No me hago desear, ni los hago esperar. Big Boy le hacía honores a su sobrenombre. Tanto que no disfruté y padecí sin sentir placer alguno. Entonces aprendí que el tamaño ni promete ni niega un buen polvo. Otro colombiano. Un ejemplar de la crema y nata bogotana que era más grueso que largo. Una de esas latas de Coca-Cola enanas. Nos encerramos cuatro días en mi cuarto con las cortinas cerradas y el sol metiéndose entre las tablas de las persianas. Perdió su poder cuando contesté el celular mientras aún estaba dentro de mí. Comprensible. Mi desconexión era evidente. Comencé a creer que no podía sentir placer. Cuando llegué a Nueva York me ennovié con un baterista de jazz de Jacksonville, Florida. Se preciaba de haber estudiado en un conservatorio con John Mayer y se cuidaba los rulos largos y rubios como una modelo de Wellapon. Estuvimos juntos un semestre, y algunos años más tarde, como no me acordaba de habérmelo comido, le envié un correo electrónico preguntándole si lo habíamos hecho. Me respondió de inmediato: “Fuck you”. Mientras trabajaba en la recepción de un hotel en Times Square conocí a un médico iraní, judío ortodoxo. Determinado a adivinar mi procedencia sin que yo la revelara me dijo que parecía una princesa iraní. Me preguntó si era judía y se emocionó al saber que mis abuelos lo eran. Me invitó a comer varias veces y una de esas noches terminamos en mi cuarto, ambos borrachos. No me acuerdo de haber follado con él, pero nunca se me olvidará su lengua. Jamás me habían dado sexo oral, jamás había tenido un orgasmo. Me chupó como si estuviera limpiando el recipiente donde se había preparado la mezcla para una torta de chocolate. Descubrí el placer. Mi Rey iraní. Seis meses después de haber vuelto a la universidad me merendé a una venezolana que trabajaba en una de las cafeterías del campus. Cuando soltaba su guitarra y sus canciones mamertas me encerraba en un baño y recorría mis tetas con la lengua hasta llegar debajo del obligo, y allí se quedaba, eterna. Tenía la piel oscura y la vagina morada. Pero eran más sus ganas que las mías y mientras me devoraba yo contaba sus canas y observaba con gran concentración las líneas que se formaban entre las baldosas blancas de las paredes. Una noche, mientras recorría estudios de arte en un galpón de Brooklyn, me llamaron la atención los cuadros de colores de un peruano que era una versión más gorda del Che Guevara. Luego de dar la vuelta por su estudio, con una copa de vino blanco en la mano, me dirigí hacia la puerta y cuando casi la cruzaba me agarró la mano libre y me jaló hacia él. Dijo que tenía una fiesta a la que no iría si no lo hacía conmigo. Lo acompañé. Me presentó como su novia y siguió dándome vino. Después nos escondimos debajo de unas escaleras, me metió la mano entre las piernas y me escarbó hasta que me dolió. Cuando casi salía el sol nos fuimos para su casa, un apartamento minúsculo en Harlem, donde los cuadros y lienzos en blanco no permitían ver las paredes. Se desnudó, cerró las cortinas, me desvistió y tres minutos más tarde ya había eyaculado. “Peruano –le dije– eres un polvo muy triste”. El haitiano que administraba el edificio donde viví con mi novia durante dos años tenía un hijo que parecía un Ken negro. Una cosa muy sabrosa. Un día le di mi teléfono y le pedí el suyo, le dije que nos haría falta y me creyó. Chateamos calenturas durante un par de meses hasta que vino a verme una noche en que mi novia trabajaba hasta la madrugada. Abrí la puerta del apartamento y me empujó contra la pared y cerró de un golpe. Me chupó el cuello con rabia y me arrancó un arete que se desapareció. Me llevó hasta un sofá donde me botó como si estuviera bravo, me abrió la camisa descosiendo todos los botones y jaló el brasier con los dientes hasta que lo rompió por delante. Comenzó a morderme las tetas mientras me inmovilizaba con una mano apretándome el cuello… y entonces sonó el teléfono del apartamento. Era mi novia, que venía cruzando el puente de Williamsburg, y llegaría en menos de 10 minutos. Me besó con fuerza y mordió mi labio hasta que sangró. Se fue. Yo me metí al baño a mirarme en el espejo y tenía el cuello, el pecho y las tetas llenas de morenotes que debí tapar con cuello tortuga y pañoletas durante varios días. Un jueves resolví tomar un bus a Filadelfia. Me fui a celebrar el Día de Gracias con mi mejor amiga del college. En lugar de una cena típica nos arreglamos y nos fuimos a una discoteca lesbiana donde mi amiga, vestida como una dominatriz, repartía shots de tequila. Pasada la medianoche apareció una de sus amigas, una saxofonista de ojos azules muy grandes y pelo rubio muy corto. De inmediato nos electrocutó la química que descubrimos entre ambas, y nos dedicamos a coquetear hasta su cama. Esa madrugada se me olvidó que con las mujeres la pasiva era yo, y la devoré para su sorpresa, pues en su imaginario la activa era ella. Habíamos prendido una vela que se consumió al tiempo que entró el sol por la ventana y entonces vimos que estábamos cubiertas en sangre. Sangre en la cara. Sangre en el cuello. Sangre en las tetas. Sangre en las manos y entre las piernas. En algún momento de la noche su nariz se venció ante todo el perico que se había olido. Estuvimos juntas un año durante el que me enamoré hasta que me aburrió. Una de mis mejores amigas en Nueva York tenía un niñero cubano, un guapo que tocaba los bongos y había recibido asilo político en EE.UU. luego de escaparse de la isla. Los viernes, cuando sus labores terminaban, nos emborrachábamos y bailábamos músicas tropicales. Él no podía creer cómo me movía y me decía “¡Epa, colombiana!”, lo que a mí me sorprendía, por nunca haberme considerado colombiana, o de ninguna otra parte. El cuarto viernes el baile terminó en la cama de mi amiga y mi amante cubano se convirtió en el mejor polvo que he probado en la vida. Movía la cadera como si bailara, y a punta de darme nalgadas y cachetadas me convenció de tener sexo anal, cosa que no había probado nunca. La sensación de que lo que estaba haciendo estaba mal, como si por ahí no fuera, lo volvió todo más sabroso. Además me permitía darle puños en los brazos para liberar la tensión y relajarme. Tendrá que aparecer otro amante que lo mueva como él para volver a considerarlo. Y debí volver a vivir a Colombia para conocer al negro más espectacular que ha visto el siglo 21. Un guapo de Brooklyn, de 1.95 metros, ojos muy grandes con pestañas muy largas y una piel suave y brillante que de ser tan negra parece morada. Es cierto lo que dicen, la naturaleza es generosa con los negros, y cada vez que nos revolcamos debo relajarme e inhalar como si fuera a sumergirme bajo el agua y entonces tiene vía libre para acabar conmigo. Manos suaves y dulces, labios gruesos que pellizcan y una lengua que se mueve sin ansiedad. Es perfecto. Juntos parecemos haber sido coordinados, y es tan guapo este negro que hasta le permito que me hable de Dios y trate de convencerme de que las drogas no me convienen… Mi conclusión es que el sexo no tiene reglas, ni tiene nacionalidad. No tiene color, ni idiosincrasia. En él no manda el tamaño, ni lo que haya entre las piernas. El sexo es un viaje de autoconocimiento que no se disfruta si se permite que amarren los tabúes. El sexo es ser libre. Es lo más parecido a volar. @Virginia_Mayer
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