¡Cuidado, las redes sociales destilan odio!

Mié, 30/05/2012 - 09:02
La historia de la violencia colombiana es un collage de sucesos inverosímiles, que las generaciones posteriores a los sesenta solo conciben como resultado de la ignorancia, que mataba familias y enfr
La historia de la violencia colombiana es un collage de sucesos inverosímiles, que las generaciones posteriores a los sesenta solo conciben como resultado de la ignorancia, que mataba familias y enfrentaba barrios por los trapos azul y rojo, mientras los jefes políticos enfundados en pesados gabanes brindaban con whisky por la paz del país. A nadie se le ocurre hoy que alguien pueda asesinar a su vecino por ser liberal o conservador, esos hechos sucedieron en una Colombia ruaneta, de liberalismos y conservatismos embrutecidos por la pasión y la chicha, un pasado enterrado e irrepetible, porque la civilización y la inteligencia prima en el siglo XXI. Ya no somos campesinos analfabetas, fanatizados por gamonales y caciques. Ya no volverán los pájaros conservadores, que detenían, torturaban y asesinaban cachiporros e invadían poblaciones enteras, para obligar a sus habitantes a cambiar de filiación política mediante la firma de unos famosos arrepentimientos. El pasado cercano se ríe de nosotros con pescas milagrosas, secuestros extorsivos, minas antipersona y retenes; con masacres como las de Bojayá, Mapiripán, Tacueyó; con asesinatos políticos como los de Galán, Pizarro, Jaime Pardo, Bernardo Jaramillo. Nuestros presidentes a través de los años han realizado inútiles esfuerzos en busca de la paz, el cazador Valencia los hizo en 1964 cuando el país peligraba dividirse en infames republiquetas; los hizo Lleras Restrepo proponiendo diálogos de paz, para lograr un pacto con la guerrilla; los hizo Belisario con sus infinitas y cándidas palomas, pintadas en paredes y montañas, los hizo Pastrana con su silla vacía, sin Tirofijo en el Caguán. Ninguno de estos esfuerzos tuvo efecto, ni siquiera la violencia tapada por el elefante de Samper, hasta que Uribe, finalmente arrincona guerrilleros y paracos y nos dio un poco de descanso en las carreteras y las provincias incendiadas. El bombazo lapa a Fernando Londoño fue más allá del atentado en sí. Las redes sociales y medios de comunicación se abrieron como una llaga descompuesta y esparcieron odio a los cuatro puntos cardinales, para justificar la sentencia de muerte al exministro, por culpa de su ideología política. El antiuribismo llenó el twitter, sindicando a Londoño de ser ultraderechista y lo que es peor, de uribista. “Debieron haberlo matado”, “es una lacra” “es un corrupto”, “fue un autoatentado en el que Uribe intervino.” El fenómeno Uribe no tiene antecedentes en el país, jamás una persona natural, sin ser empleado público, alcalde, gobernador, presidente, congresista, había despertado tanta polémica por sus opiniones, —qué polémica, tanto odio y adoración al mismo tiempo— Uribe es el demonio y el santo. La moderna inquisición persigue todo lo que huela a su azufre con el mecanismo de una justicia política y de un periodismo tendencioso, liderado por los dueños de nuestra credibilidad, por ecuánimes y éticos, como Darío Arismendi, Gustavo Gómez, Daniel Samper Ospina, —bueno, Daniel Samper nunca ha sido ecuánime—, Vladdo con sus caricaturas, Artunduaga, etc. etc. En twitter y demás redes sociales descubrimos el olor fétido del sectarismo en amigos, conocidos, vecinos y periodistas. No se convierta el extremismo virtual en el preludio de una nueva violencia.
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