Durante dos años, el antropólogo Esteban Cruz Niño recolectó cartas, archivos judiciales, periódicos y libros olvidados que le dieran pistas sobre cinco asesinos en serie de Colombia. Hombres que acabaron con la vida de más de 500 personas. Logró tener en sus manos sumarios judiciales, indagatorias, fotografías de las víctimas que prefirió no publicar e incluso el diario personal de Daniel Camargo Barbosa, ‘El Sádico del Charquito’, quien mató a más de 150 mujeres y niñas en Guayaquil (Ecuador). El resultado fue el libro: ‘Los monstruos en Colombia sí existen’. Una publicación de la editorial Random House Mondadori.
A través de las páginas, el autor pretende sumergir al lector en la en la mente de este tipo de monstruos. Entender sus motivaciones y estudiar el origen del mal. Además, se reconstruye minuto a minuto el caso de Rosa Elvira Cely. Se revela que Luis Alfredo Garavito ayudó a capturar a Manuel Octavio Bermúdez ‘El Monstruo de los Cañaduzales’ y que el peor asesino de la historia del mundo, Pedro Alonso López, ‘El Monstruo de los Andes’, culpable de más de 300 muertes, está libre en algún lugar de Colombia.
Este es un aparte del capítulo que cuenta la historia del ‘El Monstruo de los Cañaduzales’.
Manuel Octavio Bermúdez
El Monstruo de los Cañaduzales
Fue a inicios del nuevo milenio, mientras se desvanecían los ánimos de celebración y el temor de que el mundo se acabaría, cuando empezaron a aparecer los cuerpos de niños cruelmente asesinados en medio de los cañaduzales del Valle del Cauca. Se encontraban de uno en uno, violados, convertidos en esqueletos, abandonados, con la ropa destrozada y una marca en el cuello que, como un collar negro, exponía la técnica usada por el asesino: estrangulamiento y asfixia mecánica.
Con cada hallazgo, la prensa fue interesándose y poco a poco la historia tomó dimensiones de obituario. Sin cesar, los asesinatos llenaron los titulares de los principales diarios del país. Mes tras mes, los periodistas de crónica roja se familiarizaron con los macabros hallazgos y apodaron al homicida el Monstruo de los Cañaduzales.
Pero no solo la prensa se interesaba por el fenómeno; las fuerzas de seguridad y la justicia se enfrentaban al desafío de atrapar a un asesino en serie puesto al descubierto desde sus primeros ataques, lo que representaba una oportunidad de oro para demostrar su eficacia frente a una ciudadanía cada vez más inconforme, pues, como hemos visto, los asesinos seriales colombianos han gozado de una impresionante impunidad al desatar la muerte por los campos y ciudades del país. Un grupo especial fue creado por la Fiscalía General de la Nación y, con la experiencia del caso de Luis Alfredo Garavito, se puso en marcha una investigación que terminó el viernes 18 de julio de 2003, día en que, camuflado como vendedor de paletas, fue capturado Manuel Octavio Bermúdez en la ciudad de Pradera.
En un principio, Bermúdez permaneció absorto, inmóvil, silencioso y angustiado. Tomaba la misma actitud de un viajero ingenuo al ser revisado por autoridades extranjeras en aeropuertos lejanos. No obstante, su mutismo se rompió al ser confrontado con las evidencias que le fueron presentadas por las autoridades, entre las que había un envase de lidocaína hallado entre sus pertenencias por los agentes de la Fiscalía. Este medicamento anestésico había sido encontrado en abril del mismo año junto al cuerpo de José Miguel Figueroa, un niño brutalmente asesinado en medio de un cañaduzal del municipio de Yotoco.
A partir de ese momento, el Monstruo de los Cañaduzales no solo tenía voz y rostro, sino que confesó su participación en una impresionante serie de violaciones y asesinatos que sobrepasaron el cálculo inicial y que ponían al descubierto la punta del iceberg de una larga carrera criminal.
Hijos de la violencia: conexiones que no pueden ocultarse
Manuel Octavio Bermúdez nació en Trujillo, Valle del Cauca, en el año de 1961, época en que se desató a lo largo de la región un período histórico que enlutaría al país y que nunca se borraría de la memoria de los colombianos: La Violencia.
Durante las décadas del cincuenta y del sesenta, la violencia bipartidista que se ensañó con los campos y las ciudades colombianas cerró filas sobre las poblaciones de Valle del Cauca. Otrora un fortín liberal, desde Tuluá en el corazón del Valle se centraría el accionar de asesinos sectarios conservadores llamados los Pájaros, quienes cumplían el macabro cometido de exterminar a personajes relevantes y simpatizantes del Partido Liberal con el fin de “conservatizar” la región. La mayoría de ellos recibía órdenes de León María Lozano, apodado “el Cóndor” por ser este el pájaro más grande del mundo, el gobernante universal de las aves y rey de los gallinazos.
Frente a la violencia oficial y paramilitar de los Pájaros, grupos de campesinos liberales se armaron y crearon guerrillas y autodefensas campesinas. Surgieron bandoleros sociales que agudizaron el conflicto y desbordaron su sevicia hasta un grado inimaginable. Se hicieron famosos los nombres de bandoleros como Desquite, el Mariachi, Capitán Peligro, Tirofijo, Sangrenegra y Capitán Ceniza, quienes recorrían los campos del país en busca de venganza frente al asedio oficial.
Se volvieron comunes las masacres de campesinos indefensos, como las acaecidas en Ceilán, Andinápolis y Betania, asesinatos bárbaros acompañados de violaciones sexuales contra mujeres de todas las edades, así como la utilización de técnicas de homicidio que han marcado su impronta en la historia de Colombia. Fueron frecuentes tratos crueles y ensañamientos contra los cuerpos de las víctimas civiles, se practicaron diferentes formas de asesinar como el “corte de corbata”, en el que se degollaba y se sacaba la lengua de la víctima por una herida abierta bajo el cuello, el “corte de franela”, que consistía en abrir la base del cuello a la misma altura de una camiseta o franela produciendo un cadáver deforme y aterrador, y el más cruel y terrorífico “corte de florero”, en el que brazos y piernas eran puestos en el lugar que ocupaba la cabeza de la víctima luego de ser decapitada.
Fue a este mundo al que llegó Manuel Octavio Bermúdez, quien quedó huérfano al poco tiempo de nacer a consecuencia del torrente de violencia que afectaba al país. Sus padres fueron asesinados en medio de la violencia bipartidista y, a la corta edad de un año, quedó abandonado a su suerte. Tras la pérdida fue adoptado por una mujer que administraba una cantina y lo maltrató cruelmente. Al parecer, por un enojo doméstico la madre iracunda lo lanzó desde un balcón. Poco después de estrellarse contra el piso, Bermúdez sintió que algo no estaba bien: había sufrido fracturas de una mano y de un pie que no fueron atendidas a tiempo y que lo marcaron para siempre con una cojera parcial. Luego del horrible suceso, una tía política decidió tomar cartas en el asunto y lo entregó a una pareja que se convertiría de facto en su familia adoptiva.
Fue llevado a la ciudad de Palmira, donde creció en un hogar humilde. Su padre trabajaba en la construcción, mientras su madre vendía fritanga. Creció solo, pues no tuvo hermanos; recibió cariño y atención, pero con el tiempo fue consciente de que su hogar no era como el de los demás: sus padres eran alcohólicos. Como muchas familias en Colombia, carecían de techo propio y vivían de pieza en pieza, de inquilinato en inquilinato. En esas tristes habitaciones, atrapado por la soledad y el abandono, se fue formando un monstruo: “Me dejaban solito y regresaban todos borrachos”, recordó con tristeza en medio de una indagatoria.
No obstante, existen otros factores que se fueron uniendo hasta convertir al pequeño Manuel Octavio en un asesino y violador compulsivo en tan solo unas décadas. El doctor Iván Valencia Laharenas, quien investigó a profundidad el caso, afirmó que el rendimiento escolar del homicida no era destacable; perdió consecutivamente el primero, el segundo y el tercer año de primaria, a lo cual su familia adoptiva respondía con la forma más común de rectificar a un hijo por aquella época en Colombia: golpes con un rejo para ganado. Para el menor, su padre representaba una figura incapaz de ofrecer amor y cariño, un personaje exigente que lo presionaba por encima de sus capacidades y corregía sus errores mediante el maltrato y la violencia.
El caso del Monstruo de los Cañaduzales contrasta con el de otro asesino en serie que cometió sus crímenes a miles de kilómetros de distancia y en una sociedad completamente diferente:Jhon Wayne Gacy, apodado el Payaso Asesino, pues solía disfrazarse de Pogo el Payaso para visitar a niños enfermos en hospitales públicos en el estado de Illinois, Estados Unidos. Durante la década del setenta, asesinó a más de treinta muchachos, a los que torturó y violó para luego sepultar en el sótano de su casa. Aunque Gacy vivió en una sociedad completamente diferente a la colombiana y su posición social era incomparable con la de Bermúdez, algunos rasgos de su infancia muestran un parecido con el Monstruo de los Cañaduzales, en el sentido de que su padre fue una persona extremadamente exigente y maltratante. Se le presionaba por obtener los mejores puestos y logros académicos. En particular, se asemejan en que el conflicto con la propia identidad sexual fue determinante en la selección de sus víctimas: jóvenes varones a quienes engañaba ofreciéndoles trabajo o dinero y que luego asesinaba sin piedad con el fin de satisfacer sus deseos. Gacy creía que no era posible considerarlo homosexual, pues tenía esposa e hijos. Es más, solía enojarse con quien lo señalara como tal. De igual manera, Bermúdez conformaría varios hogares inestables que incluían hijos para ocultar sus verdaderas preferencias sexuales.
A diferencia de lo que sucedía en el corazón de Valle del Cauca, Pogo el Payaso se desenvolvía en medio de una sociedad blanca de clase media en el país más poderoso del mundo. En este punto radica la diferencia, pues Gacy era considerado una persona exitosa en su comunidad, llegó a ser fotografiado junto a la primera dama de su país, Rosalyn Carter, y a poseer una próspera empresa de construcción antes de ser descubierto. Al ser juzgado por asesinato y tortura, su caso plantea una paradoja, porque demuestra que no existen sociedades ajenas al fenómeno de los asesinos seriales. Así, mientras Pogo el Payaso vivía en una sociedad próspera, Bermúdez sobrevivía en medio de la violencia colombiana y el alcoholismo de sus padres adoptivos.
Con la llegada de la adolescencia, Manuel Octavio Bermúdez fue definiendo sus preferencias sexuales y poco a poco aparecieron rasgos de homosexualidad, preferencia que hoy es aceptada por muchas sociedades y países occidentales pero que sigue siendo objeto de injusta discriminación en casi todo el mundo. No obstante, en las décadas del setenta y del ochenta esta forma de relacionarse eróticamente se consideraba tabú y en la mayoría de los casos una enfermedad.
En el colegio, el joven Bermúdez experimentó sus primeras relaciones en medio del paisaje idílico y campestre de la región. Sus amigos solían practicar actividades sexuales en los que brotaba la homosexualidad. Según la confesión del homicida, fue un compañero mayor quien les incitó a desnudarse y a hacer juegos eróticos en los que algunos tomaban roles activos o pasivos, escenarios en los que Bermúdez desempeñaba siempre el rol activo.
En este punto no existen evidencias tangibles de abuso, sino que aparece una elección autónoma similar a la que todos los seres humanos nos enfrentamos en la juventud. Sin embargo, sus preferencias homosexuales no determinan ni justifican sus actos violentos. Vale destacar que la mayoría de los homicidas del mundo son hombres heterosexuales y, como hemos visto, varios de los más despiadados asesinos en serie colombianos han tenido como víctimas a mujeres indefensas.
Entre los homicidas heterosexuales misóginos se destaca el estadounidense Arthur Shawcross, un veterano de la guerra de Vietnam que fue condenado por el asesinato de catorce prostitutas en el estado de Nueva York. Shawcross fue capturado el miércoles 3 de enero de 1990, cuando una patrulla de la policía observó desde un helicóptero a un hombre de unos cuarenta años de pie en un puente del lago Salmón en Rochester. Bajo el puente, los policías identificaron el cadáver de una mujer. De inmediato se alertó a todas las unidades en la zona. Al enfrentar a Shawcross se le pidió su identificación, a lo que el asesino respondió con una licencia de conducción vencida. Tras verificar su identidad, los agentes establecieron que el sospechoso se encontraba bajo libertad provisional después de purgar quince años de cárcel por el asesinato de dos niños. Shawcross fue detenido, juzgado y condenado a cadena perpetua; murió en 2008 de un ataque cardiaco en su lugar de reclusión.
El caso Shawcross nos muestra otra faceta de los asesinos en serie que deja claro que las condiciones de las cuales surgen pueden ser tan variadas como personas y personalidades hay en el mundo y que su preferencia sexual no es determinante ni condicionante para explicar sus conductas. A diferencia de Shawcross, quien combatió en la guerra de Vietnam, Bermúdez terminó la escuela primaria a los quince años de edad y se dedicó a ayudar a su padre adoptivo en el oficio de la construcción.
Mientras pegaba ladrillos y fundía planchas de cemento, Manuel Octavio discutía y reñía periódicamente con sus compañeros de trabajo y abandonaba a mitad de camino los oficios que se le destinaban. Pero el joven no solo se dedicaba a trabajar perezosamente. Al poco tiempo de cumplir sus 19 años, tuvo su primera pareja homosexual permanente y varias desilusiones amorosas con mujeres que marcarían su destino. En este momento el adolescente desapareció y surgió un adulto joven que labraría un camino siniestro hacia el asesinato de docenas de niños inocentes en la misma región que lo vio crecer. Se transformó en un homicida brutal y compulsivo: el espantoso Monstruo de los Cañaduzales.
La historia de cinco asesinos en serie de Colombia
Sáb, 20/07/2013 - 04:01
Durante dos años, el antropólogo Esteban Cruz Niño recolectó cartas, archivos judiciales, periódicos y libros olvidados que le dieran pistas sobre cinco asesinos en serie de Colombia. Hombres