En esta conversación, Maurice Armitage desnuda la vida que lo hizo quien es: la infancia sencilla, el trabajo sin pausas, los secuestros que le cambiaron el alma y la convicción de que Colombia solo puede transformarse desde algo más radical que la ideología: la decencia. Un país posible cuando el otro deja de ser un enemigo y vuelve a ser un ser humano.
Hay vidas que se cuentan desde las victorias y otras desde las heridas. La de Maurice Armitage parece escrita en la línea exacta donde ambas se encuentran: el niño que jugaba fútbol en las calles de Cali, el joven que dejó la universidad para sostener una familia, el hombre que manejó taxi, que peló papas, que vendió camisas, que aprendió a perder y a insistir. Y también el ser humano que, tras dos secuestros, entendió que la vida no se mide por lo que se tiene, sino por lo que se hace con lo vivido.
Su infancia fue modesta, feliz, marcada por un padre inglés que enseñaba amor por la tierra y una madre paisa incansable, dueña de un espíritu feroz para trabajar y salir adelante. No fue un estudiante brillante. Fue un muchacho común, que muy pronto tuvo que hacerse cargo de responsabilidades adultas: un matrimonio joven, la llegada de una hija y la necesidad urgente de mantener un hogar.
Los primeros años de su vida adulta están atravesados por la angustia. Angustia para sostener la casa, para pagar el colegio, para llegar a fin de mes. Esa sensación lo acompañó tanto tiempo que se convirtió en brújula: sabía lo que era tener miedo de no cumplir.
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Un camino hecho desde abajo
Los primeros negocios fueron pequeños y frágiles: una fábrica artesanal de papitas fritas, camisas copiadas de modelos americanos, noches manejando el taxi familiar para completar el mes. De cada intento quedó una lección. De cada golpe, una resistencia.
Hasta que llegó un consejo que le abrió un camino distinto: que el esfuerzo que se invierte en un negocio pequeño es el mismo que exige uno grande. Esa frase le cambió la mirada y lo llevó a la industria del acero. Con los años, la fábrica creció, se consolidó y se convirtió en una de las empresas más importantes del sector. Pero su memoria nunca se despegó de aquellos días en los que todo era incertidumbre.
Quizás por eso siempre vuelve a la misma idea: uno es lo que hace con la angustia que carga.
Los secuestros: la vida al borde
El primer secuestro ocurrió en Bahía Solano. Viajaba con un grupo de amigos en ultraliviano y terminó cautivo durante casi tres meses. Allí entendió lo que significa estar completamente a merced del otro. Recordó a su familia, imaginó la posibilidad de no volver a verlos, reflexionó sobre el orden (o desorden) de su vida. Pero también escuchó. Vio la desigualdad que lleva a un joven a convertirse en guerrillero, la falta de oportunidades, el abandono.
El segundo secuestro, años después, lo marcó aún más: lo ejecutó un trabajador de su propia finca. Fue una herida íntima, un espejo inesperado. Lo obligó a preguntarse qué había fallado en la relación con quienes estaban bajo su responsabilidad, qué hambre o angustia podía llevar a alguien a ese extremo. De esa experiencia surgió una decisión vital: involucrarse en la transformación de su ciudad.
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La propuesta que incomoda a todos
Maurice Armitage incomoda a empresarios y a políticos por igual. Rechaza los extremos. Descree de las etiquetas. Plantea algo tan sencillo como disruptivo: que Colombia necesita un capitalismo que produzca y un sistema social que distribuya mejor. No se trata de regalar, dice, sino de valorar. No se trata de destruir la empresa privada, sino de reconocer que sin trabajadores dignamente remunerados no hay progreso posible.
En su propia empresa, ningún trabajador gana menos de lo que considera un salario digno. Reparten utilidades cada 90 días, no porque la ley lo exija, sino porque cree que el bienestar debe ser compartido. Su filosofía puede resumirse en dos palabras: respeto y coherencia.
Para él, el país no se rompe por la falta de teoría económica, sino por la falta de decencia. Por la incapacidad de mirar al otro como igual. Por la costumbre de administrar desde la desconfianza. Por la distancia entre quienes tienen y quienes nunca han tenido.
Un país fracturado
No elude los temas duros: narcotráfico, crimen organizado, pobreza extrema, corrupción, inequidad. Reconoce que Colombia está moralmente fracturada y que ningún proyecto serio puede ignorar esa realidad. Coincide en que el país necesita cambios profundos, pero defiende que estos deben hacerse sin destruir el sistema democrático, sin caer en autoritarismos ni en aventuras ideológicas que ya fracasaron en el mundo.
Su propuesta parte de algo que parece simple pero que es, en realidad, profundamente revolucionario: poner la dignidad humana en el centro. La política, para él, solo tiene sentido si mejora la vida de quienes han sido históricamente olvidados.
De Cali al país
Llegó a la Alcaldía de Cali sin apellido fácil, sin maquinaria, sin padrinos. Y en lugar de gobernar desde la oficina, caminó Aguablanca, las laderas, los barrios donde la ciudad se agrieta y donde la esperanza no dura mucho. Allí cimentó gran parte de su legitimidad: escuchando, resolviendo, apareciendo donde más falta hacía un Estado que llevaba décadas ausente.
Ahora, a sus 80 años, se lanza a una precandidatura presidencial atípica. Sus videos caseros, grabados con un pequeño equipo de jóvenes, se han vuelto virales sin un peso en pauta. Su campaña no busca la épica, ni la estética, ni el espectáculo. Busca algo más raro: sentido.
El amor como fundamento
En medio de la conversación aparece una confesión íntima: que su matrimonio ha sido el sostén de su vida. Que sin esa relación, sin ese amor concreto, cotidiano y real, no habría construido lo que construyó. En él, el amor no es un adorno: es una disciplina y una forma de entender al otro.
La rebeldía más difícil
Maurice Armitage no pretende ser un héroe ni un salvador. Su rebeldía es otra. Menos ruidosa, más exigente. Una rebeldía que no se ejerce en las plazas sino en la ética diaria: valorar al trabajador, respetar la palabra, pagar a tiempo, escuchar a quien nunca ha sido escuchado, asumir responsabilidad por quienes dependen de uno.
En un país cansado de promesas y harto de extremos, propone algo radical en su sencillez: volver a la decencia. Y tal vez, en tiempos como estos, esa sea la revolución más urgente.
