32 años con gafas: un mundo en versión JPG

Jue, 21/08/2014 - 05:33
En uno de mis primeros recuerdos estoy de pie a medio metro del televisor de mis padres, un Sony Trinitron de 17 pulgadas, viendo la película King Kong. Detrás de mí, mi familia hace lo mismo, pero
En uno de mis primeros recuerdos estoy de pie a medio metro del televisor de mis padres, un Sony Trinitron de 17 pulgadas, viendo la película King Kong. Detrás de mí, mi familia hace lo mismo, pero desde la cama. Lejos de la pantalla. No importaba cuánto me acercara: ni el gorila más grande jamás visto subiendo el rascacielos más alto del mundo era lo suficientemente nítido para mis ojos. Hoy tengo 35 años y llevo 32 observando el mundo a través de dos ventanas. Un mundo decorado por punticos de mugre, rayones diminutos, gotas, vahos y brillos y metiches. Poco tiempo después de ver King Kong, una optómetra de apellido Vinz advirtió que tenía hipermetropía, miopía y astigmatismo. Para completar, era bizco. Empecé a usar unas gafas de marco grueso con lentes de fondo de botella y, en el ojo izquierdo, un incómodo parche color piel que olía a hospital. Cuando lo recuerdo, aún me pica la piel alrededor de los párpados. Desde entonces uso anteojos, y cada vez que me los quito veo como quien ve un recuerdo. Para mis padres debió de haber sido una tortura. Todas las semanas perdía las gafas o las rompía. Mi papá solía atar la pata al cuerpo de los anteojos con cinta pegante, pero tres o cuatro días después la cinta, seca y amarillenta, dejaba de hacer su tarea y era necesario repetir el procedimiento. Faltaba mucho tiempo para que inventaran los maleables e irrompibles anteojos plásticos que usan ahora los niños. Las ópticas en Bogotá eran las mismas de siempre: la Lafam, la Alemana y unas pocas más. Los marcos también eran los mismos, como en el comunismo: negros o cafés desvaneciéndose a un tono transparente, y cuadrados, tanto como los que usaba Woody Allen en los años setenta. Ahora venden gafas de todos los estilos: de lentes ultradelgados, antirreflejo, Transitions, rojas, verdes, naranja. Cuando yo era niño, escoger era imposible. Así de sencillo. Mi ojo izquierdo es como un veterano de guerra (ha resistido cuatro operaciones) y el derecho nunca ha querido trabajar. Es un ojo perezoso, decían los doctores: un ojo ambliope. ¿Y eso qué significa? Que una de las rutas nerviosas desde el ojo al cerebro no se desarrolla como debe ser. Y así se quedó para siempre, como un vago echado a perder. En consecuencia el ojo omite detalles. A veces pienso que mi ojo derecho registra el mundo en versión comprimida: en JPG y dos megapixeles. GermanMis gafas de hace 30 años y mis gafas de hoy. Buscando mejorar mi visión, mis padres empezaron a buscar a los mejores especialistas y hallaron a un gran médico colombiano, Luis Antonio Ruiz, quien sólo permanecía en el país un par de meses del año. El problema era que tenía mucha clientela. Con mi mamá pasábamos tardes enteras esperando el llamado aliviador: “Paciente Germán Izquierdo”. Entretanto, yo deliraba jugando al motociclista en una moto imaginaria por los corredores de la clínica Barraquer mientras el vapor de mi agitada respiración nublaba los vidrios de las gafas. El doctor Ruiz aseguró que una nueva operación podía mejorar drásticamente mi visión. La intervención consistía en hacer cortes en el ojo formando un trapecio para darle nueva forma a la córnea. Mis papás se convencieron y un día de 1985, cuando estaba en primero de primaria, Ruíz me operó. Mis recuerdos de la cirugía son vagos: una camilla, sábanas almidonadas, una luz perturbadora, el sabor desagradable de la anestesia entrando en mi nariz y mi boca a través de una máscara de caucho. Luego de la operación desperté con una piyama de karateca y un ratón de caucho bajo la almohada. Todo a mi alrededor era color ámbar, como si la habitación entera hubiese sido sumergida en una taza de té. Mi mamá cuenta que cuando me quitaron las vendas de los ojos, dije: “veo todo más bonito”. Mi papá, conmovido, resolvió donar sus corneas –tenía visión 20/20–. Por eso cuando murió, en 1993, se las quitaron y hoy las debe de estar usando algún excegatón afortunado. Después de un año y medio de andar sin gafas, mi visión volvió a ceder, terca y perezosa, como siempre. De nuevo al optómetra para mirar las letras al fondo tras los anteojos metálicos. Y volví a confundir la Z con un 3 y la P con una D. Volví, pues, a perder la vista, no tanto como antes, pero lo suficiente como para regresar a la óptica y escoger unos nuevos anteojos tras la vitrina. A principios de los años noventa llegaron los primeros lentes delgados a Colombia. Años más tarde, los ultradelgados, que yo y acaso muchos de quienes han usado gafas toda la vida, reconocemos como uno de los inventos más grandes de la historia de la humanidad. Gracias a ese adelanto, la apariencia, la autoestima y la relación de uno mismo con sus anteojos cambió. El estereotipo del nerd de los ochenta empezó a dejarse a un lado. Desde que uso lentes ultradelgados, veo mis gafas de otra forma. Acaso más dóciles y más humanas. En el colegio estaba lejos de ser el nerd de gafas. Las ecuaciones se perdían de mi vista y cuando enfocaba los primeros números el profesor ya dibujaba con tiza las últimas cifras. Al final, los garabatos eran tan inteligibles como un pasaje del Quijote escrito en mandarín. Pese a que nunca aprendí a dividir en más de dos cifras y no tengo ni idea de cálculo o trigonometría, logré graduarme y terminé ejerciendo una profesión que requiere de un ojo atento, escrupuloso y paciente: escribir, leer, editar, corregir. Todo a través de los lentes de las gafas. Suelo pensar que el hecho de que sólo yo pueda enfocar con mis gafas es medio mágico. Allí donde otro ve un manchón de colores informe, yo veo una cara o un paisaje. Pero si me los quito y salgo a caminar, suelo confundir una piedra con un perro echado o la silueta de una rama con la de un hombre levantando la mano. En estos 32 años he visto el mundo, como ya dije, a través de dos ventanas: los atardeceres sabaneros, el gol de Rincón contra Alemania, los ojos de mis novias, los cuentos de Condorito y las novelas de Dickens y Stevenson, el Chavo del 8 y todo lo demás. Todo. Hace unos años, luego de una nueva cirugía, me diagnosticaron ectasia corneal en el ojo izquierdo, una condición que sólo cura un lente rígido y, como último recurso, un trasplante de cornea. Duré varios meses con un lente que sentía como un mugre en el ojo. Insoportable. Aún así usaba gafas, unas sin fórmula. Quien ha utilizado anteojos toda la vida sabe que no es lo mismo mirar a los ojos con gafas que con los ojos destapados. Siempre, instintivamente, agacho la cabeza. Lo cierto es después de varios días con el ojo rojo como una cereza madura, decidí dejar el lente y volver a las gafas. Supongo que tendré que intentar de nuevo con el lente. Quién sabe cuándo. Miles de días he repetido el mismo ritual: estirar la mano y tantear en la mesa de noche para buscar mis gafas. Es curioso que uno dependa tanto de dos lentes incrustados en un trozo de plástico para vivir, para sobrevivir. Estas últimas líneas las estoy escribiendo sin gafas, alejando poco a poco la cara del computador. Imposible: La M de Miles se aleja y vuelve, y se agranda y se duplica. Las letras bailan al ritmo de mi intento por enfocarlas. Los ojos no responden. Luego de tres parpadeos, me pongo de nuevo las gafas y entonces todo vuelve a estar en su sitio. @izquierdogerman
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